16 de juliol 2008

reLECTURAS OBLIGATORIAS DE VERANO (I) La isla a mediodía



"La primera vez que vio la isla, ... "

Así empieza el relato que, en aquellos lejanos años de juventud, hubo de quedar marcado a fuego en mi memoria, demasiado tierna por aquel entonces.

En el principio era la colección 'Biblioteca Básica Salvat' o 'libros RTV' y mis dedos de niño recorriendo los lomos del centenar de libros que la conformaban, silabeando muy despacio título a título, eligiendo aquellos que prometían grandes aventuras -"La isla del tesoro", "Escuela de robinsones" o "Las aventuras de Tom Sawyer"-, más tarde los que desafiaban la febril imaginación juvenil desde sus títulos -"La maldición de los Dain", "Un asunto tenebroso" o "El perro de los Baskerville"-; aunque siempre tuve una especial predilección por aquellos volúmenes que ofrecían un abanico de relatos o cuentos, ideales sobre todo para la digestión de las pesadas tardes de verano cuando, echado en un viejo camastro, disimulaba cumplir con el obligado rito familiar de la siesta.




Entre esos libros preñados de historias -"Narraciones extraordinarias" de Poe, "Narraciones" de Chéjov, "Narraciones" de Borges o la "Antología" con las leyendas de Bécquer- destacó siempre "La isla a mediodía y otros relatos".
Ese título me intrigaba tanto, era un imán para un chico de doce años ¿Cómo podía estar una isla a mediodía? ¿Qué significaba?










La trama argumental nos presenta a Marini, un auxiliar de vuelo destinado a la línea Roma-Teherán (si hubiera que ilustrar el relato me pido las estilosas imágenes y las elegantes líneas que dibuja Jordi Labanda cuando reproduce los ambientes retro-chic de los sesenta) obsesionado con una pequeña y remota isla griega a la que observa siempre, exactamente a mediodía, desde la ventanilla de cola.

"En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana, el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó."


(Ivis 2007)


Pero no, el tema no es el de un hombre obsesionado sino el de un hombre al que absolutamente todo le parece terriblemente banal, abrumadoramente deprimente y aburrido, visceralmente aburrido; solamente importaba soñar con huir a "... La deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro..."

"No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul."


El libro disfruta de un prólogo de Ana María Matute -con el tiempo he entendido que ese preámbulo es un relato más aparte de los doce que firma Cortázar- donde nos advierte que conoceremos la verdadera naturaleza de las cosas y puede que no nos guste aunque nos convertiremos en seres privilegiados pues "no confundiremos fácilmente las apariencias de la realidad con la realidad."

Quedan avisados, pues.